domingo, 1 de febrero de 2009

PERSONAS Y PERSONAJES

UN MUNDO MAGICO, EL MUNDO DE JULIO CORTAZAR

Fue un notable cuentista con una intensa aceptación de lo sobrenatural y fantástico. Rayuela es su novela más destacada. A 25 años de su muerte, el repaso de la obra de uno de los escritores de mayor influencia en el país.

Julio Cortázar tiene tantos aficionados como oponentes. Sus fanáticos adoran sus textos literarios. Sus críticos también. La diferencia radica en que estos últimos le reprochan su postura política, algunos la de sus comienzos, otros la de sus últimas décadas. El 12 de febrero se cumplen 25 años de la muerte de uno de los escritores más mediáticos de la literatura en Argentina.

La obra de Cortázar, en un sentido amplio, se puede dividir en dos etapas. En la primera, sobresalen lo fantástico, lo sobrenatural y la revolución lingüística de la que formó parte al transgredir las formas narrativas y creando nuevas terminologías. Tal vez, junto a Jorge Luis Borges y Leopoldo Marechal, con Adán Buenosayres, hayan sido los más sobresalientes liberadores de los prejuicios en el lenguaje en el país. En esta parte se destacan los cuentos Final del juego, Historias de cronopios y de famas, Todos los fuegos el fuego y La vuelta al día en ochenta mundos, y la novela Rayuela, el libro paradigmático del “boom latinoamericano” que cambió el circuito de influencias: ya no se importan los estilos de escritura desde Europa, sino que a través de escritores latinos empieza a surgir la “nueva novela”. Es evidente la influencia de Jean Cocteau (autor del surrealista Opio), pero se impone como referente Borges, de quién logró emanciparse con su asentamiento en París y que devino en la generación de una impronta auténtica, propia.

La otra etapa está signada por la experimentación formal. Cortázar, quien en un comienzo tenía un tinte aristocrático y fachistoide y era un acérrimo antiperonista (los cuentos Casa tomada y Las puertas del cielo son buenos ejemplos de ello), adhiere a la Revolución cubana y lo político empieza a aparecer de manera creciente en sus textos, aunque sin dejar de lado lo literario y fantástico como alma motora de su obra. Así, determinados contextos sociales ya no tocan tangencialmente algunos de sus escritos sino que los atraviesan. En Reunión, el personaje es el Che Guevara. En Segunda Vez y Grafitti, el horror aparece omnipresente (al igual que sucede con la figura del Gran Hermano en 1984, de George Orwell) establecido en un estrato superior sin forma y sin rostro, pero capaz de regirlo todo y que tiene a los integrantes de la sociedad sumidos en una atmósfera agobiante. Otras obras que publica son Nicaragua, tan violentamente dulce y Libro de Manuel, donde remite a una simbología que luego utilizará Pink Floyd, en The Wall: un muro de ladrillos como metáfora de un sistema en el que abundan las restricciones, obligaciones y que opera como un limitante para el individuo. Una pared a voltear y que Julio Cortázar supo agujerear en el plano literario.

Ezequiel Ghione




Columna de opinión

Adriana Romano
Escritora y periodista




Cuando Cortázar era Julio

Para los de mi generación, Cortázar estaba vivo, caminaba por París y había dado clases de francés en el secundario de Bolívar y en el de Chivilcoy, dos pueblos de la Provincia de Buenos Aires a pocos kilómetros de donde yo había nacido. Mi madre leía “Las puertas del cielo” y lloraba recordando sus propias milongas, mis primas mayores querían ser la Maga y, años después, ya en la facultad, en el café La paz discutí horas con un amigo sobre el plano de “Casa tomada”. Esa cercanía nos hacía posible la escritura, alcanzable la publicación, y elegir el destino de escritor era por entonces una decisión fácil.

Yo entré a Cortázar a los trece años por un cuento breve: “Correos y telecomunicaciones” que está en “Historias de cronopios y de famas”. Cuento de pocas líneas, esa historia desopilante en la que una familia decide tomar la sucursal de Correos de la calle Serrano y cargar de sentido un acto burocrático y rutinario, me deslumbró. Después de la primera carcajada, la sorpresa y el escándalo interno, entendí que todo puede ser repensado y revisado y que detrás de las estructuras que sofocan y ordenan se esconde el miedo, ese antiguo enemigo.

Cuando dije en casa que iba a estudiar Letras corrían los setenta y me mandaron a la UCA porque “en la del Estado las cosas están bravas”. Eso resolvió mi padre que no sabía que en la católica también pasaban cosas. El primer día de clases vi subir a Borges las escaleras de la facultad de la Avenida Córdoba del brazo de una joven monísima que le indicaba por dónde poner los pies. “Es Borges”, me dijo una compañera, “se está quedando ciego”. La clase de Literatura Inglesa quedaba pegada a la mía de latín y, más de una vez, aburrida de las declinaciones, me escabullí en la de Borges para escucharlo hablar en inglés antiguo. Mientras tanto Cortázar seguía en París y se comprometía con las revoluciones latinoamericanas; Mujica Láinez en Buenos Aires era un señor refinado e incisivo cuyo mejor libro había inspirado la ópera prohibida de Ginastera; Puig en Méjico, después en Brasil, escandalizaba con historias de su pueblo, Villegas, y una estética novedosísima tomada del folletín y del cine. Nosotros éramos muy jóvenes y a través de ellos, ya adultos, aprendíamos a pensar la realidad.

Junto con ellos había también toda una constelación de escritores menos mediáticos, pero no por eso menores: Di Benedetto, Beatriz Guido, Walsh, Juan L, Silvina Ocampo, Tejada Gómez… y más; cada uno con su particular manera de mirar. Estaban todos vivos, por eso casi no los leíamos en la facultad ni abrumaban los trabajos de los críticos sobre sus obras; sus libros nos acompañaban en los veranos a la hora de la siesta, en un viaje en subte o colectivo, en las conversaciones de sobremesa cuando aparecía la pregunta: “¿Leíste lo último de…?” y, como ese panteón al que después de muertos subirían quedaba aún muy lejos, para los que amábamos la literatura Mujica era Manucho, Puig, Manuel, Borges, siempre fue Borges y Cortázar, Julio.

Cuando se fueron yendo, nosotros nos hicimos mayores y comenzamos a hablar de ellos en nuestras clases a alumnos cuyos referentes vivos ahora son otros. En cierto modo nos ganó la pomposidad y el recato que se tiene para con los muertos ilustres. Empezamos a consultar bibliografía especializada y hasta cedimos a la tentación grandilocuente que le sobreviene al testigo de vista cuando se le pide que dé cuenta del pasado. Sin embargo, cada vez que me siento en mi sillón, con un libro de cualquiera de ellos en las manos me sobreviene la antigua familiaridad del encuentro con ése que vivió mientras yo crecía.

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